Los Reyes Magos en el Cerrato
Miguel Amengual Pliego
Acaba el año y, una vez más, los magos retoman su infinito viaje desde Oriente, tras el brillante rastro de la estrella de Belén. La rodajita de luna donde el planeta Venus se columpia en el hueco que forman los cuernos del satélite, es el indicio más certero de eso que los sabios andan barruntando desde hace tantos meses. Orión, acostado sobre levante, asoma por encima del horizonte intentando desperezarse. El Tsuchinshan-Atlas del pasado verano desapareció hace una eternidad, aunque aún persiste su estampa entre nosotros.
Sus majestades de Oriente, con los trajes dorados y los cuellos de armiño para protegerse del frío glacial que se cuela por cualquier resquicio del vestuario, se ponen en marcha acompañados por los pajes y sus camellos. No está muy tranquila la zona, los conflictos se suceden de manera irremediable por todo el Oriente Próximo: de Palestina a Israel, de Irán a Siria y las costas del Líbano. Un complejo rompecabezas territorial con diferentes fuerzas en conflicto.
Es noche cerrada cuando los tres reyes –guiados por la cola del cometa– comienzan su habitual peregrinación anual al Cerrato con la carga de juguetes, libros e infinitas ilusiones para pequeños y mayores. En nuestro refugio de Vailima esperamos su llegada con ansiedad: las botas limpias al pie de la chimenea, la copita de orujo para los escuderos y la hierba seca para las bestias. Hace varias semanas que los adornos de Navidad alegran la casa.
Los brotes de los árboles engordan sutilmente, yo imagino que deben estar concentrando la savia a la espera de mejores circunstancias; los almendros tiraron las hojas (son los primeros que brotan y los últimos que se desnudan). Salvo el roble, con sus hojitas de papel de estraza, todo es olvido.
En la terraza de casa cuido dos olivos pequeños, un granado y un arce de Montpellier, un arbolito tan curioso como los que crecen libres y salvajes en la Pedriza del Manzanares, tiñendo el otoño de rojo carmesí merced a sus hojas de colores. Paseo por mi jardín como si caminara por un bosque encantado, no hay más que saber practicar el amable arte de la imaginación y dejarse llevar sin miedo ni desconfianza. Comienza la época de las heladas y las cencelladas.
La urraca asoma entre las despejadas ramas del jerbo.
Los camellos marchan despacio, arrastrando las patas entre el polvo del camino; se nota la carga de los regalos y la concentración de las emociones acumuladas en un año tan largo y complicado. Los camelleros van delante, dirigiendo a los animales que se dejan conducir con docilidad. La caravana de esperanza, con más de cinco mil kilómetros desde las remotas regiones bañadas por el Tigris y el Éufrates, atraviesa las fronteras de Jordania, Egipto, Libia, Túnez y Argelia, hasta alcanzar las costas levantinas y continuar desde allí hasta su destino final.
Los tordos afilan la voz en el pentagrama sonoro de los hilos de la luz.
Esperanza y desesperanza en el corazón del paraíso, una ruta sangrienta en busca de un mundo mejor. Imposible conseguir resolver el conflicto en este territorio, empobrecido y azotado por múltiples guerras y desgracias, complicada solución para un problema latente desde tiempos inmemoriales.
La travesía marítima en el “Aita Mari”, entre los puertos de Argel y Alicante, acorta el recorrido terrestre en un intento muy oportuno por optimizar el trayecto y contribuir al descanso de los animales.
La procesión atraviesa el interior de la península –los recios parajes de Albacete, la serranía de Cuenca y la región de Aranda de Duero– hasta alcanzar el Cerrato con sus centenarias encinas, asentamiento de Noé y sus descendientes tras el diluvio universal. El desplazamiento es lento –con los reyes, camellos, servidores y acompañantes–; la comitiva intenta pasar desapercibida bajo el resplandor de las estrellas, buscando las sendas menos transitadas y evitando las noches de luna llena, cuando cualquier secreto acaba siendo descubierto (algo que, en estos momentos de incertidumbre, no conviene en absoluto).
Al fin los magos descansan en el monte del Negredo, el sitio donde se instalan cada enero, justo frente a las murallas del castillo del cruel Herodes y su guardia pretoriana. Agua, cobijo y leña, vino en abundancia, avena para los camellos y el puchero bien surtido para regocijo de los pajes.
Quijotes y Sanchos entre las torres de los molinos de viento.
Bajo la superficie del cerro, los túneles de las bodegas horadan las entrañas de la montaña hasta percibir el latido mineral del universo, justo donde sentir el calor profundo de su interior. Las zarceras no son otra cosa que los respiraderos por donde resopla la tierra, dejando escapar el peligroso tufo de la fermentación.
Las jaimas del campamento real, forradas con pellejos de animales, protegen al grupo del relente nocturno; el brasero con sus ascuas proporciona la necesaria calidez en el interior del recinto donde los astrónomos trabajan sin descanso inclinados sobre sus planos celestes, triangulando planetas y constelaciones contra rumbos y posiciones indescifrables para el más común de los mortales.
Su interpretación no resulta nada fácil.
La badila se agazapa en una esquina de la cocina dispuesta a entrar en acción; es la mejor de las baritas mágicas, capaz de transformar deseos en emociones. Pucheros, calderos y trébedes, entre otros artilugios extraordinarios, aguardan su entrada en escena. El tabal de arenques espera turno tras las imprescindibles sopas de ajo (aovadas en horno de leña y cazuela de barro, hasta conseguir su característica costra). El espectáculo no se puede pagar con dinero.
Tras la frugal cena (sopa, arenques y queso), llega el instante decisivo. Es fácil percibir la electricidad en el ambiente, una fuerza similar al empuje que precede a la tormenta o a la energía del tsunami antes de despertar. El cielo se tiñe de colores (rojos, malvas y azules) antes de que caiga la noche y despierten cárabos y autillos, ateridos por el frío invernal. El firmamento se ovilla, aparecen las estrellas, sisea la lechuza con su voz de serpiente. Es la hora bruja, la oportunidad soñada por los murciélagos y las rapaces nocturnas.
Los pastores, concentrados en torno a las hogueras al pie de los contrafuertes de la muralla, ya han recogido sus animales, han ordeñado y festejan la ocasión disfrutando con la caldereta de cordero y el queso crudo de oveja que maduran en las cuevas de Villaodoth, al pie de las yeseras.
Los perros, inquietos, husmean identificando ausencias y presencias.
El ángel da la voz de alerta y enseguida todo el grupo se organiza; caminan hacia la cueva de la Mora con sus sencillos presentes: vino tinto y castañas asadas como provisiones de primera necesidad, miel, nata y requesón para el niño, algunas bellotas (pues zambombas y turrones no son otra cosa que una reciente invención). Anís y mistela, por festejar que hoy es un día grande.
El movimiento de los pastores es el indicio que hace poner en funcionamiento al cortejo real con sus ofrendas. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce; el aire nocturno se perfuma con el aroma del incienso y el humo de las fogatas arrastrado por el viento del norte. Los magos transportan la fragancia del azahar y el jazmín del Mediterráneo, la esencia de la caoba, la mirra y el enebro de Oriente, el olor intenso del tabaco y la mandarina de los países exóticos.
En el borde de los muros del cementerio crece el musgo verde y vegetal, una masa compacta capaz de proporcionar color al silencio. El camposanto cada vez aparece un poco más cargado; los cuerpos se aprietan y se hacen compañía, recogidos entre piedras milenarias constreñidas por la humedad y el frío invernal (a veces tan intenso, que llega a blanquear los huesos de sus ocupantes).
La vida es un continuo transitar, con un principio y un final: el presente y pasado de una misma realidad.
El sonido agudo de las trompetas, desde lo alto de la torre del homenaje, manifiesta el desconcierto de Herodes y de toda su corte, una legión de falsos aduladores que no tienen donde caerse muertos (nada nuevo que no siga ocurriendo en nuestros días). Si no fuera por la protección de los soldados, hace años que las cosas habrían cambiado.
Ese eco metálico de las cornetas intenta estimular el ardor guerrero de los centinelas que vigilan desde el adarve de la fortaleza. El pueblo sufre y trabaja mientras algunos aprovechados malgastan la vida en fiestas y convites, en timbas y comilonas que acaban vomitando por exceso de apetito.
Algo importante está a punto de ocurrir. Tiemblan las nubes, el aire se hace más denso y crepita el suelo bajo los pies. Entre las huestes de Herodes empieza a cundir un cierto nerviosismo. Más que un hecho, es solo una sensación.
Los caballos relinchan en las cuadras, aúllan los perros, los vigías abren sus mil ojos sin poder distinguir nada extraño, pues los milagros trascienden a la vista y a los sentidos ordinarios (no así a la bondad de zagales y rabadanes, advertidos por las prudentes palabras del ángel).
Los tres sabios persiguen la señal del lucero que les conduce hasta el portal, un sencillo hueco abierto al pie de las colinas donde, en caso de tormenta, se suelen refugiar los animales.
Comienza a helar, las agujas de escarcha que abrazan la corteza de los árboles y empiezan a cubrir el suelo, transforman en cristal las matas de hinojo y las hermosas flores de los cardos. El vaho de la respiración recuerda a las chimeneas de humo de los trenes de carbón. Los criados se frotan las manos, los camellos resoplan expectantes. Venus ilumina las primeras sombras.
María acuna al recién nacido, envuelto en confortables pieles de borrego. El suelo de la cueva aparece cubierto de pajas y virutas de madera; al fondo descansa la mula, el buey y la borriquilla platera. Un mastín ovejero se tumba a los pies de la cuna, intentando proteger a la familia de cualquier tipo de peligro.
José, apoyado en el quicio de la puerta, lía un cigarrillo y se pone a fumar mientras pega la hebra con el mayoral, un tipo simpático que le palmea el hombro de manera efusiva.
Es cierto que lo esencial es invisible a los ojos, como muy bien comentaba “el Principito” en su obra. Aprendo que “well” significa pozo y que el verbo domesticar se escribe “to tame” (la pronunciación ya es otra cosa muy distinta), aunque en su versión original el verbo se conoce como “aprivoiser”. Nuestros ilustres eruditos son capaces de dominar todos los idiomas del mundo y así pueden comunicarse sin problema en cualquier lengua que puedas imaginar.
La cabeza de José no para de dar vueltas, ahora es una locomotora de vapor funcionando a toda presión.
Mientras los pastores hacen fiesta con sus panderos, tambores y castañuelas, los reyes se acercan al niño para postrarse a sus pies. Tras tantas horas de estudio y tantos cálculos complicados, al fin consiguen dar con el objetivo, aunque poco podían imaginar acerca de la pobreza infinita manifestada de manera tan sencilla en el portal. Hay algo que no acaban de entender, pero sus previsiones no pueden estar erradas.
La vida no es más que un conjunto de enigmas imposibles de descifrar.
Una mujer que no ha conocido varón, un carpintero comprometido y un niño que a la vez es hombre y es dios, arropado por el ángel que protege el umbral con su espada triunfadora y una cohorte de pastores que le reciben con cantos de júbilo y una alegría desbordante.
Una joven zagala (pelo negro, ojos azules y sonrisa arrebatadora) reparte tortas de aceite y copitas de mistela con las que brindar por la buena nueva.
José, preocupado por los bandos de Herodes y sus supuestas amenazas, prepara la huida intentando evitar la previsible “matanza de inocentes” que sin duda se va a desatar en las próximas jornadas. No se fía de nada ni de nadie; es todo tan raro que el hombre no acierta a comprender el alcance del misterio que se desarrolla ante sus ojos.
Un nuevo tronco hace reavivar las llamas a partir de las ascuas de la hoguera.
El niño duerme con una plácida sonrisa, María descansa recostada contra un fardo de paja. La borriquilla ya está preparada. Mañana, a primera hora, escaparán por el camino de los Calces hacia Villaodoth y Torquemada, vivero de reinas y de poetas al borde del Pisuerga. Ya encontrarán algún sitio donde refugiarse, a malas siempre podrán ocupar el arco del puente de piedra que colonizan los Canenes cuando acuden a entresacar la remolacha, al no disponer mejor ubicación donde descansar (aunque la jaca blanca que monta el patriarca de los Canenes ya la querría para sí el bueno de José).
Comienza el capítulo de la huida. El destino final no es otro que el lejano Egipto, país de futuro y oportunidades a pesar de sus últimas convulsiones. Los pasos están bloqueados, los suministros atraviesan la frontera con cuenta gotas. La situación es complicada, pero confían en su buena estrella (tampoco tienen otra opción).
Nada puede salir mal.
María entiende a su marido con una sola una mirada, no necesitan más palabras para comprender; está claro que marcharán de madrugada, antes de la llegada de los soldados con sus órdenes asesinas.
Los pastores ya se han recogido en sus chozas, el niño disfruta con el queso fresco y la miel. Sara, Próspero y Magdalena son historia pasada.
Los monarcas desaparecieron con todo su séquito, apenas la estela de su memoria persiste sobre la superficie de nuestro mar interior; en primer plano, las huellas de los garañones grabada en el barro con la fuerza de un cincel, señala un año más su efímera presencia.
Nada más que pensar.
Un año más revivimos la magia y disfrutamos de los secretos tan bien guardados desde el principio de los tiempos: nacimiento, adoración huida a Egipto. Amanece un nuevo día, repica la campana en la torre del reloj donde la cigüeña ocupa el mismo nido de todos los años.
Oro como rey, incienso como Dios y mirra como hombre.
Lo esencial es invisible a los sentidos, solo la fe es capaz de mover montañas. Felices Reyes Magos.
En la tarde de Reyes de 2025
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