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27 agosto 2024

Un día en Vailima

Hola Sotero:

El sábado pasado volvía de Quintana a Madrid en el coche, escuchando Radio Nacional ("No es un día cualquiera"). Comentaron sobre los sitios donde hemos sido felices, invitando a escribir una carta con esos sentimientos. Estuve rumiando a lo largo del viaje de vuelta y al llegar a casa preparé una nota sobre mi refugio en Quintana (retuneando y comprimiendo uno de mis últimos textos).

Hoy recibo con alegría un mail de RNE, del programa "No es un día cualquiera", donde me informan que he resultado ganador del concurso de esta semana. Me dicen que me mandarán un detalle (imagino que algún libro), pero ya sólo con la mención, es un verdadero premio para mí.

He buscado el audio, es de esta mañana en RNE 1 poco antes de las diez.

El caso es que me ha hecho mucha ilusión y me apetecía mucho compartirlo.

Miguel

Un día en Vailima

Instalado en el porche de Vailima, dispongo de una situación privilegiada para sentir el paso del tiempo. Vailima era el nombre de la casa de Stevenson en Samoa, Vailima es el nombre de mi refugio en Villaodoth, una mezcla de realidad y fantasía en mitad de las agrestes tierras del Cerrato.

Valles fluviales, cerros y parameras. Crecen los árboles, las nubes ponen rumbo hacia el sur y una tras otra, como los vagones de los mercantes, enfilan hacia su nuevo destino. Me gusta mucho jugar con las nubes. El cielo es un mapa en blanco donde puedo dibujar lo que se me ocurra en cualquier momento, de tal manera que también podría tratarse de un rebaño de ovejas recortado contra las colinas del Negredo. Solo hace falta tener un poquito de imaginación y atreverse a dejarla volar. Las nubes emigran, como los pájaros a final de temporada, buscando un verano permanente sin principio ni fin.

Eso quiero encontrar yo, un verano infinito donde poder justificar el no hacer nada –sin ningún tipo de culpabilidad– como principal razón de vida.

Aún sigo de vacaciones, lo más parecido a ese deseo ancestral de no tener nada que hacer –sin obligaciones ni responsabilidades–, que anida en mi corazón. Dedico las mañanas a leer y a pasear, cuando todavía no aprieta el calor. A veces descubro actividades alternativas que promociona la Diputación, en un intento de acercar la cultura a los pequeños ayuntamientos de nuestra España profunda (la España vaciada que dicen ahora).

De nuevo lunes. Me despierto temprano y me levanto sigilosamente. Beatriz duerme hasta las nueve. La luz rosada del amanecer entra sin ningún pudor por la ventana de la cocina. Miro al cielo. Los días van acortando, cada vez amanece un poquito más tarde. No necesito reloj para saber que son poco más de las siete y que hoy gozaremos de un excelente día.

El tiempo se detiene de repente. Pasa un ángel, apenas sopla el aire, el cielo está despejado. Disfrutamos de la aurora, esa típica luz crepuscular que señala el comienzo y final de cada día. Al fin y al cabo, la aurora y el ocaso no son más que el reflejo de la luz del día que comienza y la del que acaba. 

Audio de Radio Nacional de España

El jardín rezuma frescor, ya acabó el riego y la hierba se muestra húmeda y jugosa. Graznan los pigazos, visitantes habituales del jardín, en su concierto matutino. La tórtola a su rollo, sin prestar atención más que a su monótono canto. En el porche me saluda un saltamontes tan verde como una esmeralda de plata.


Salgo a caminar. A veces me gustaría quedarme en casa leyendo o escribiendo. No hay opción. Me cruzo con los sapillos, de retirada tras su fiesta nocturna. Aurelio y su cuñado Simón andan colocando los tubos tras segar la alfalfa (con agua y sol, consiguen hasta cinco cortes al año, según me explicaban un día).


Las flores del gordolobo y del estramonio alegran los bordes del camino. Aparecen conejos por todas partes, no me extraña que piensen en introducir el lince en estas tierras. Hambre no pasarían y se adaptarían perfectamente a nuestra particular geografía, salvo el problema del tráfico y los furtivos. Los maíces siguen creciendo; aunque aún no se han formado las mazorcas, ya superan los dos metros. Sus hojas brillan con los primeros rayos del sol, mientras los vaqueros recogen las pacas de alfalfa amontonadas en el campo recién segado. Vuelvo a escuchar a los abejarucos en lo más alto del cielo. Su voz es muy característica, aunque no pueda distinguirlos. Andan por la zona de las lagunas, donde se encuentran a gusto.

Un hermoso paseo, a pesar de la calorina de la vuelta (sin una sola sombra en el último tramo). Hacemos algo más de diez kilómetros, medio andando-medio corriendo, aunque confieso que a veces me cuesta arrastrar el cuerpo.

En Vailima el sol pega con fuerza sobre las hojas de la higuera. Aspiro toda la intensidad de su fragancia vegetal. Me gusta mucho ese olor que me recuerda a la playa y a los días soleados del mediterráneo (es una higuera del Cabo de Gata, criada de un esqueje de la playa de las Negras que, con sus cuatro brazos, alcanza más de tres metros de altura). Los higos engordan a toda velocidad, a ver si este año podemos probarlos antes de que lleguen los fríos, pues es una higuera bastante tardía y muchos años no llegan a madurar.

Habrá que solicitar la venia a los tordos, los mirlos y los pigazos.

Me siento en el porche a leer el periódico; un gusto porque siempre aprendo algo nuevo. Disfruto el resto de la mañana trabajando en el jardín, la mejor manera de emplear el tiempo hasta la hora del aperitivo (otra de las agradables rutinas de estos días de vacaciones).

Corre un poquito de aire, pero cuando aparece el tío Gelín empieza el calor de verdad. Nos instalamos en la Caseta, el sitio más fresco de todo Vailima. Charlamos un rato, hace tiempo que no nos vemos. Gelín se sorprende con los avances del jardín. Saco un vino blanco muy frío y un pedazo de queso de Gamazo que atacamos con gusto. Los días pasan volando. Me doy cuenta que –una vez creado mi micro-mundo– no tengo ninguna necesidad de salir de casa y acabo siendo autosuficiente dentro de los límites que definen mi espacio vital.

“Veinte años para construir un jardín”, aseguraba mi amigo Pacopús una vez jubilado. No vamos nada mal, pienso para mis adentros, ya son más de doce los años desde el inicio de esta aventura.

Comemos en la Caseta, seguimos con el mismo blanco del aperitivo. Preparo un arroz con lo que encuentro por casa (descubro una caja de gambones y una bolsa de calamarcillos en el congelador); solo hay que combinar los diferentes elementos con un buen sofrito y el caldo de pescado que elaboro con ajo, verduras, huesos de rape y cabezas de gambas. Beatriz se relame los labios.

Por la tarde, después de la siesta reparadora, sigo trabajando en el jardín. Muchas cosas por hacer: cuidar la hierba, retirar los chupones de los frutales, repasar las aceras, revisar los alcorques, descargar las parras, recoger las hojas secas, arrancar las malas hierbas...

La tarde discurre a toda velocidad. Me acerco a revisar las uvas, que presentan un aspecto excelente. Enormes racimos asoman entre las hojas de las parras. Los topillos excavan a sus pies, entre la hierba que crece contra el muro, los túneles secretos que conectan con la parcela del vecino.

Caen las sombras de la noche, los murciélagos salen a patrullar con sus gafas de aviador y su traje de piloto. Los murciélagos son los reyes de la noche, aunque no vean más allá de su nariz. Crujen las vigas dentro de casa, imagino que será por la diferencia de temperaturas (las variaciones térmicas entre el día y la noche resultan bastante pronunciadas).

Aparece Venancio a bordo de su bicicleta. Nos sentamos en el porche con una copa de vino y unas aceitunas de casa (aliñadas con cebolla cruda, aceite de oliva y pimentón de la Vera), pequeñas como cagalitas de oveja –que dice mi amigo Pacopús–, pero muy sabrosas. El aire atraviesa el porche de lado a lado refrescando el ambiente; el vino afila la lengua y alegra los corazones.

Charlamos tranquilamente, cambiamos impresiones sobre los temas que se agolpan en la cabeza –arte, historia, libros, geografía–, una conversación galopante sin solución de continuidad. Hace rato del crepúsculo, esa luz tan hermosa que confunde los azules con los rosas que tiñen el cielo.

Ya es noche cerrada cuando empiezan a asomar las estrellas por los agujeritos del cielo (lástima de las luciérnagas, que este verano no se han dignado en hacer acto de presencia). Una fila de aviones traza su estela justo por la cola de la Osa Mayor, se conoce que marca la ruta aérea hacia el norte más lejano. Escucho el canto del autillo donde los frutales del difunto Agustín; su cadencia rítmica simula el pitido de un motor. El canto del autillo es mi conexión directa con la vida más salvaje y natural.

Mañana un nuevo día, otra jornada en la que poder volver a soñar.


Miguel Amengual. En Vailima, un día de agosto de 2024 


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